–La transición democrática hacia la izquierda ha generado un caos social, cultural y político que conducen al país hacia un conservadurismo inesperado, corrupto y aislacionista [¿?]
Un tema muy discutido entre los analistas y académicos mexicanos es la transición democrática de nuestro país.
Algunos autores, como Octavio Rodríguez Araujo, Alberto Aziz Nassif, Lorenzo Meyer y, más recientemente, Gibrán Ramírez, consideran que la transición mexicana no se completó con la alternancia consumada con la llegada de Vicente Fox al poder en el año 2000. Esta corriente sostiene que, pese a que el PRI dejó de ocupar la Presidencia, el modelo económico neoliberal, muchas prácticas políticas y buena parte del andamiaje jurídico-institucional quedaron intactos, por lo que se puede hablar de un cambio de gobierno, pero no de un cambio de régimen.
Otros autores encabezados por José Woldenberg y Mauricio Merino defienden la tesis reformista-gradualista, a la que yo mismo me adscribo. Consideran que la transición democrática mexicana se gestó entre 1977 y 1997, período en el que se lanzaron distintas reformas políticas y constitucionales que fueron desmontando, poco a poco, el sistema de partido hegemónico y fueron abriendo espacios para el pluralismo y la organización de elecciones legítimas. De acuerdo con esta visión, la pérdida de la mayoría legislativa del PRI en la Cámara de Diputados en 1997 y el triunfo de Vicente Fox en 2000 son, a la vez, una consecuencia y una prueba contundente de este proceso de transición democrática.
Jesús Silva-Herzog representa otra interpretación, según la cual, en México no se gestó una transición democrática como tal. Lo que ocurrió en este país se puede caracterizar como “transitocracia”, una especie de transición perpetua que jamás llegó a su fin y nunca se consolidó por completo. El producto de este fenómeno es un Estado que no termina por cumplir con todos los rasgos de una democracia, pero tampoco se puede seguir caracterizando como un régimen autoritario.
Desde mi punto de vista, es momento de refrescar y actualizar este debate, pues considero que la transición se ha resignificado a la luz de la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder. Pues bien, este texto es una contribución para empezar a delinear los marcos bajo los cuales se podría desarrollar esta nueva discusión.
Yo mismo he sido un férreo defensor de la transición democrática de México. Sin embargo, pienso que los defensores del “régimen de la transición” le debemos al país, y a nosotros mismos, un ejercicio crítico, honesto y reflexivo de este proceso. En una democracia liberal plena, todo está abierto al escrutinio público. Por tanto, quienes nos asumimos como demócratas liberales deberíamos comenzar por escrutar minuciosamente lo que hemos defendido con tanto ahínco.
No podemos limitarnos a añorar e idealizar la transición, o a defenderla a capa y espada. Debemos ser autocríticos y reconocer que la transición alentó y cobijó la pluralidad política y la democratización de nuestras instituciones, pero también dejó deudas en amplísimos sectores de la sociedad, para los que un sistema político más democrático no se materializó en una sociedad más justa e igualitaria.
Ahora bien, el ejercicio crítico que propongo tiene que empezar por algún lado. Desde mi punto de vista, un buen punto de partida sería pensar qué significa López Obrador para la transición: ¿su consolidación?, ¿su fin?, ¿su interrupción?, ¿su verdadera realización?, ¿su éxito?, ¿su fracaso?
Pienso que la respuesta a esas preguntas es más compleja que un sí o un no. López Obrador es, al mismo tiempo, un síntoma de las deudas y las cuentas pendientes de la transición, un símbolo de su éxito y su profundidad, y una advertencia sobre su fragilidad y su carácter inacabado.
En primer lugar, López Obrador y, más ampliamente, el obradorismo son un síntoma de las cuentas pendientes de la transición porque se trata de un movimiento integrado mayoritariamente por personas inconformes con el sistema de partidos y los arreglos político-económicos devenidos del proceso de democratización.
El obradorismo obtuvo una victoria arrolladora en 2018 porque integró a una coalición amplia de actores y sectores descontentos por asuntos de muy diversa índole: personas en condición de pobreza, clases populares, trabajadores con bajos salarios; pero también académicos, universitarios, personas de clase media y un largo etcétera. Hubo dos elementos que cohesionaron a un grupo tan extenso y diverso de votantes: la indignación con la corrupción del gobierno de Enrique Peña Nieto y el sentimiento de que los partidos políticos que protagonizaron la transición democrática —PRI, PAN y PRD— no los representaban.
Ambos elementos son cuentas pendientes de la transición democrática. La corrupción fue uno de los sellos distintivos del régimen posrevolucionario de partido hegemónico y, desafortunadamente, lo continuó siendo después de la alternancia en el poder. Es cierto, ninguno de los dos gobiernos panistas, presididos por Vicente Fox y Felipe Calderón, fue tan corrupto como el de Peña Nieto; pero también es cierto que el andamiaje institucional que se formó durante la transición fue insuficiente para erradicar este mal y, peor aún, algunas instituciones creadas durante la transición fueron auténticos nidos de corrupción y tráfico de influencias.
Por su parte, la poca representatividad de los partidos políticos es un tema muy complejo como para tratarse ampliamente en estas líneas, ya que responde a una tendencia internacional, que ha puesto en jaque incluso a los partidos de las democracias más desarrolladas, y a dinámicas meramente nacionales y locales. Por ahora, basta con asentar que ese sentimiento de orfandad política del ciudadano respecto a los partidos fue muy claro en la victoria de López Obrador, quien triunfó con un partido que apenas llevaba cuatro años de existencia, atacando al PRI y al PAN por ser parte de la “misma mafia del poder” —el famoso PRIAN — y criticando al PRD por ya no ser representativo de la tradición de izquierda democrática de México.
Quizá el máximo legado de esos tres partidos, en tiempos recientes —ya que los 70 años de gobiernos priistas en el siglo XX se cuecen aparte—, es precisamente la transición democrática. ¿Por qué un candidato que centró buena parte de su campaña en atacar la democratización obtuvo una victoria inapelable en las urnas? Ésa es una de tantas preguntas que tenemos que discutir seria y profundamente los defensores de la transición.
En segundo lugar, el triunfo de López Obrador es un símbolo del éxito y la profundidad de la transición democrática. Se trató de la tercera alternancia en el poder, la cual llegó después del regreso del PRI a Los Pinos. Es decir, el partido que gobernó de manera ininterrumpida al país durante siete décadas aceptó plenamente las reglas de la democracia electoral y cedió pacíficamente el poder tras ser derrotado en unas elecciones, a todas luces, limpias y justas.
En ese sentido, el regreso del PRI al poder no representó un retroceso ni una amenaza para la democracia mexicana. Se dice fácil y se asume como algo dado —lo cual es una muestra más de la profundidad de la democratización de nuestro sistema político—, pero en realidad no es poca cosa. Tan sólo 30 años antes de la elección de 2018, el PRI se robó sin recato alguno la elección presidencial, cuando Manuel Bartlett operó la famosa “caída del sistema” a favor de Carlos Salinas de Gortari. Es un avance democrático brutal en sólo tres décadas.
Otro tema que se suele dar por descontado, pero en realidad demuestra la magnitud de nuestra transición democrática, es que con la llegada de López Obrador al poder se selló una oportunidad en la Presidencia para todo el espectro político: el centro (a veces más hacia la izquierda y a veces más hacia la derecha) con el PRI, la derecha con el PAN y la izquierda con Morena. Se puede discutir si López Obrador es genuinamente un izquierdista o no —yo pienso que no lo es—, pero el electorado veía a Morena como un partido de izquierda y mucha de la tradición izquierdista mexicana estaba representada en esa fuerza política. En otras palabras, es debatible si Morena es verdaderamente un partido de izquierda, pero finalmente apareció en la boleta electoral como si lo fuera.
Aquí los defensores de la transición nos enfrentamos a otra pregunta escabrosa: si, desde hace tiempo, las posibilidades de competir y triunfar estaban dadas para la izquierda gracias a la democratización, ¿por qué quien finalmente obtuvo la victoria con una plataforma izquierdista lo hizo tildando de injusta, insuficiente y elitista a la transición?
En tercer lugar, tanto el triunfo de López Obrador como su manera de ejercer el poder constituyen una advertencia sobre el carácter endeble e inacabado de la transición. Su victoria plantea algunos problemas para la democratización, los mismos problemas, que, por cierto, enfrentan democracias mucho más maduras que la mexicana: ¿cómo puede ser que un líder de carácter autoritario y demagógico llegue al poder mediante mecanismos democráticos y, una vez en el gobierno, impulse el descrédito o incluso la destrucción de esos mismos mecanismos?
Su manera de ejercer el poder supone muchos otros problemas para la transición. De todos ellos, el principal es el siguiente: ¿por qué resultaron tan poco resistentes el andamiaje institucional, el entramado legal y el sistema de pesos y contrapesos que se crearon para impulsar, sostener y consolidar la transición?
Luego de tan sólo dos años de gobierno, López Obrador ha logrado deteriorar buena parte del legado de la transición. La independencia de los poderes Legislativo y Judicial se ha visto comprometida y cuestionada. El caso de la Suprema Corte y la ya célebre consulta popular para juzgar a los expresidentes es especialmente representativo de este fenómeno. Del Congreso, ni hablar. La supermayoría de Morena que profiere “lealtad ciega” al presidente habla por sí misma. Los organismos constitucionales autónomos, creados en parte para acotar el poder del Ejecutivo, se han visto endebles y dubitativos, o peor aún, serviles ante la voluntad del presidente. El comportamiento reciente del INE (sobre todo en el caso de México Libre) es muestra de lo primero; la actitud de la CNDH de Rosario Piedra ejemplifica lo segundo.
En este tenor, la reciente captura y posterior liberación del general Salvador Cienfuegos ponen de relieve otros problemas que debemos plantearnos los defensores de la transición. Las gestiones del gobierno mexicano para que las autoridades estadounidenses dejaran ir al general demostraron la importancia que López Obrador le confiere a los cuerpos castrenses —que se han convertido en un pilar fundamental de su gobierno— y el alto grado de influencia que el poder militar ha alcanzado sobre el poder civil en México.
Esto debe obligar a que los defensores de la transición aceptemos que la democratización del sistema político mexicano no perturbó los arreglos del viejo régimen priista con el Ejército, que se mantuvo con un grado de opacidad y autonomía notable frente al poder civil. Por ejemplo, México es de las pocas democracias occidentales en las que el secretario de Defensa no es un funcionario civil, sino un alto mando militar. La transición no trastocó ese acuerdo ni otros arreglos políticos entre las autoridades civiles y las fuerzas armadas.
Más aun, los cuerpos castrenses han adquirido mayor poder después de la transición, a partir de que se les asignaron más y más labores de seguridad pública, lo cual no es aceptable, desde ningún punto de vista, en una democracia. Esta tendencia, a su vez, ha facilitado que López Obrador le otorgue aún más funciones y mayor influencia política al Ejército. Es decir, la tendencia militarista se acentuó durante el sexenio obradorista, pero inició desde mucho antes: desde épocas de la transición. ¿Por qué la transición democrática no derivó en mayores controles civiles sobre el poder militar, sino en un aumento del poderío y la importancia política de las fuerzas armadas? Ésa es otra pregunta que debemos discutir con seriedad los defensores de la transición.
En suma, este ejercicio planteó muchas preguntas, sin darles respuesta. Ése fue su objetivo fundamental: provocar la discusión sobre la transición, evaluada a la luz de los acontecimientos recientes y de lo que significa el obradorismo para la democratización del sistema político mexicano. Quienes llevamos años defendiendo la transición debemos seguir reflexionando y debatiendo las respuestas a éstas y otras preguntas. Sólo así podremos entender cuál es el estado actual de la democracia mexicana y cómo podemos oxigenar y reinventar la agenda democrática para seguir empujándola hacia adelante. Solamente con un examen crítico de los éxitos, los fracasos, los alcances y las limitaciones de la transición podremos mirar hacia el futuro con nuevas ideas, propuestas realizables y bríos renovados.
El breve y rico ensayo de Jacques Coste allí está, al alcance de todos, ¿ya lo leyeron?
Con su amplitud de perspectiva, las cuestiones que toca y las preguntas que plantea. Esencial en su mirada crítica y autocrítica. Expresando puntos importantes sin polemizar vanamente. En un lenguaje claro y suave.
Quedan varias cosas fuera, como es natural en un breve artículo periodístico. Con lo que dice, es suficiente para enriquecer el debate.
Junto a las preguntas que hace Coste, planteo las preguntas pensadas durante mi lectura.
–¿Al final será más lo ganado que lo perdido con el gobierno de López Obrador, o será más lo perdido que lo ganado?
–Si hablamos de transición democrática, ¿qué significa López Obrador en esta transición? ¿Avanzamos en clave democrática, como dirían los autores del libro colectivo Balance temprano, o volvemos a un nuevo e inédito presidencialismo y autoritarismo?
–Lorenzo Meyer sostiene en entrevista en Proceso de esta semana (29-XI-2020) que la concentración del poder de AMLO es necesaria para lograr el cambio de régimen. ¿Varios pasos atrás para dar un probable e incierto paso hacia delante?
–¿Se está transformando en serio el andamiaje institucional para combatir la corrupción o es más un combate mediático y político que institucional?
–¿Qué hacemos los ciudadanos con los partidos políticos que ya no representan a nadie, ni a sus militantes, especialmente PAN, PRI y PRD?
–AMLO en el poder: ¿desacreditar la democracia, llegar al poder por la democracia y minar la democracia? ¿Esto es la tercera alternancia?
–Parte de toda democracia política, nos guste o no, es la existencia de un centro político, una derecha y una izquierda. Las tres políticas con posibilidades y derechos de acceder y traspasar el poder democráticamente.
–“¿Cómo puede ser que un líder de carácter autoritario y demagógico llegue al poder mediante mecanismos democráticos y, una vez en el gobierno, impulse el descrédito o incluso la destrucción de esos mismos mecanismos?”, Jacques Coste.
–¿Con el gobierno actual de AMLO ganaremos más de lo que se pierda en términos democráticos, o acabaremos perdiendo más de lo que posiblemente se gane?
–¿Y la creciente militarización del país? Y junto a la militarización, la política en clave evangelista del discurso presidencial, y no en clave de una democracia moderna y crítica. ¿A dónde vamos a parar?
–Frente a los problemas reales y agravados por la pandemia: economía y trabajo, salud y servicios sanitarios, educación de la actual y futuras generaciones de escolares, la violencia criminal y la inseguridad que no cesan, los presupuestos insuficientes de ciencia, cultura y educación superior, los derechos de la diversidad sexual y de género, la política ambiental y el cambio climático intocados, etc.
–Democracia. Como han dicho los clásicos, puede ser una forma de vida y una forma política para acceder y traspasar el poder; pero por sí misma no propicia la justicia y la igualdad social, y el gran valor de la libertad política y económica (junto a la crítica), puede propiciar más desigualdad e injusticia. Aquí estamos. ¿Qué nos toca y podemos hacer los ciudadanos todos, junto y/o frente a los actores políticos con poder?
–La actual oposición política en México, ¿ofrece alguna alternativa real a los problemas agravados durante su poder y mandato? Difícilmente. Son más causa que solución.
–Como bien dice Jacques Coste, el ejercicio de pensar y reflexionar crea más preguntas que respuestas. Pero sin hacernos las preguntas esenciales, difícilmente encontraremos las posibles respuestas y salidas humanas, personales y colectivas.
JEP en 1965, a los 26 años:
–La crítica es un vínculo antes que un rechazo. / Lejos de mí el combatir los dogmas con nuevos dogmas. No tengo respuestas: sólo interrogaciones.
El escritor a la intemperie. Gracias por su atención crítica.
06 Dic 20 | Héctor Parra Rodríguez | Clasificado en Nacional, Política | Sin comentario »
No ha sido un fracaso el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Son las mentiras las que distinguen su administración a dos años de haber iniciado el peor gobierno de los últimos tiempos. Bien sabía López Obrador, que no cumpliría sus promesas. Bien sabía que sus promesas de campaña solo servirían para convencer al inmenso y manipulable electorado confiado en que, por fin, se terminaría con la corrupción y mejorarían las cosas para los millones de mexicanos desamparados. Muchos problemas se han agudizado desde entonces. Los conflictos se han agravado y no se ve por donde pueda el gobierno de la transformación resolverlos con atingencia. El número de mexicanos empobrecidos ha crecido.
Tres sectores de la población, sin embargo, están conformes con los fracasos y continúan apoyando ciegamente a López Obrador. Uno de ellos, el de los “menesterosos”, aquellos que solo estiran la mano para recibir dinero a cambio de nada; miles de millones de pesos del erario que absorben millones de personas sin producir nada. Ese sector de la población está conforme con todo lo que diga y haga el Presidente. Simplemente están en espera de las dádivas.
El otro gran sector de la población que apoya a López Obrador, es aquel compuesto por los que piensan que se terminó con la corrupción a la llegada de Andrés López al gobierno. Aquellos cansados de los abusos de muchos de los gobernantes del PRI, PRD y PAN; esos mismos que se resisten a reconocer el enorme equívoco que cometieron, toda vez que el Presidente y su equipo son los mismos abusivos, corruptos y tramposos, solo cambiaron de nombre; son los mismos corruptos en el poder. Morena se integró de tránsfugas, ahí albergaron a todos aquellos que abandonaron los otros partidos. La lista de aquellos que cambiaron de color es interminable ¿Acaso no lo saben? Claro que sí, pero se niegan a aceptar la realidad.
Esos mismos, hoy en día, institucionalizaron la corrupción como política de Estado. Basta observar que más del 75 por ciento de los multimillonarios contratos del gobierno federal son por asignación directa. A pesar de las evidencias irrefutables, se niegan a creer que son los mismos, sobre todo con el discurso de López, quien a diario repite: “no somos los mismos” ¡Claro que son los mismos! Ahora son “turbo cargados”. Él es el más claro ejemplo de la corrupción, de priista pasó a perredista, ahora transformado en morenista. Más ejemplos. Funcionarios como Manuel Bartlet e Irma Eréndira Sandoval, han quedado en evidencia de su amor por la corrupción y nada sucede, el Presidente los defiende. Porfirio Muñoz Ledo, desde dentro de Morena, los desnuda, hace férreas críticas por el mimetismo de Morena con los otros partidos; consecuencia de ello, su militancia es igual a lo que supuestamente critican. Y hay quienes creen que Morena es diferente.
El tercer grupo está conformado por los radicales. Aquellos convencidos por el odio y el rencor, aquellos que dividen a la sociedad entre añejas posturas políticas y filosóficas que han fracasado en los países que impusieron a sangre y fuego los regímenes totalitarios, como Rusia o China; y los que hoy sufren como Venezuela y Cuba. Este grupúsculo aun piensa que no debe existir el capitalismo, nada de privilegiar las libertades del ser humano, mucho menos el libe mercado. La eterna división entre el capital y el trabajo, la mano de obra que aporta el obrero es el capital. Aquellos fanáticos que aún gritan ¡Muera el capital! ¡Viva el comunismo! Este sector es el más peligroso, no le importa ver al país en ruinas con tal de destruir todo aquello que les signifique “opulencia”. Van por la mediocridad del pueblo: todos iguales.
El Presidente López, se ha encargado durante sus dos años de gobierno en generar el odio de “clases”. Fiel promotor desde la cúspide del poder de la división entre aquellos que tienen bienes materiales (de regular a mucho) y los que nada tienen, sin importar que en su gran mayoría de aquellos que ha logrado acumular riqueza, ha sido por el esfuerzo de su trabajo, se han desenvuelto bajo un ámbito de libertad (excepción de corruptos y delincuentes). De ahí la cancelación de obras como las de Texcoco, la cervecera Constellation Brands o los contratos entre el gobierno y empresas generadoras de energías limpias. Por esa torpe razón vuelve a promover “valores espirituales y morales”, para que el pueblo no aspire a superarse. En el más allá encontrarán el paraíso.
Por eso no sorprende que los índices delictivos hayan aumentado; que los empleos hayan declinado; que la inversión extranjera y nacional haya decaído y el PIB se haya reducido por debajo de 0 por ciento. López Obrador bien sabía que no cumpliría. El engaño le funcionó a la perfección y 30 millones de incautos cayeron en la trampa de las promesas. No es que todo le salga mal, no; López es inepto y mentiroso, él promueve la incompetencia, cual fiel imagen que representa.
Aquella frase desafortunada de “le cayó como anillo al dedo”, respecto de la pandemia, fue otra mentira. Es más, el anillo le quedó grande. Reportó la Secretaría de Salud un exceso de muertes en México hasta octubre, un 38 por ciento más de lo esperado. De tal suerte que 217 mi, 989 muertes no eran esperadas, de las cuales 155 mil, 999 de ellas son atribuidas al Covid-19 ¿Ya domó la pandemia, ya va de salida? En total, 576 mil, 955 fallecimientos habían sido registrados ¡Conducta criminal la de López Obrador! Se espera que el PIB caiga por debajo del 8 por ciento ¡Le quedó enorme el añillo!
Otra de tantas mentiras. El sentimiento de culpa lo traicionó ¡Primero el oportunismo! Ahora pretende pagar por cada muerto, dando apoyo económico a los familiares. Maquinación con la que espera revertir la enorme molestia generada por cientos de miles de muertos a causa de la pandemia ¿Por qué no dio antes el apoyo? López hizo mal sus cálculos, de ahí que haya modificado su estrategia (no para combatir la epidemia). Estima que el dinero solucionará su tremendo error, al considerar que la pandemia no representaba peligro alguno ¿Ya olvidó cuando incitó al pueblo a no tener miedo, a salir a la calle, a abrazarse, a ir a restaurantes? Pésima su estrategia. Aseguró que la influenza era más peligrosa. Entonces el gobierno de Felipe Calderón operó rápidamente cancelando reuniones masivas, entre otras acciones. Y funcionó.
Por eso no es de extrañar los resultados de los encuestólogos a modo, quienes pretendiendo quedar bien con López Obrador, aseguran que, si hoy fueran las elecciones Andrés Manuel volvería a ganar, a pesar de las enormes pifias, los engaños, los odios y los latrocinios que ha ocasionado en dos años de gobierno. Hoy, uno de diciembre dará otro informe lleno de mentiras institucionalizadas. Será de triunfalismo. Y los males serán atribuidos a los conservadores, a todos aquellos que se oponen a su deforme transformación. Los expertos en política opinan que López Obrador, debe perder las elecciones de 2021. Así evitarán que continúe destruyendo al país ¡Y no les falta razón! Por último, sus paisanos no le perdonarán que intencionalmente los haya inundado y abandonado. Otra más de sus delictivas torpezas.